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domingo, 19 de septiembre de 2010

NO MÁS GUERRA


NO MÁS GUERRA 
Por Erin Pizzey 

He leído el artículo 'El rostro de la desesperación' de Nuala Fennell con profunda nostalgia. Recuerdo bien mi primera visita a Harcourt Terrace, en Dublín. La enorme casa, al igual que mi propio albergue de Chiswick, rebosaba de madres desesperadas, acompañadas de sus hijos. Me gustó mucho que el comité de Women’s Aid de Dublín estuviese integrado por hombres y mujeres. La experiencia personal me había enseñado que mi madre era tan violenta como mi padre. Siempre pensé que era una terrorista doméstica. En mis recuerdos, aún puedo verme a la edad de seis años tratando de convencer a mi profesor de la escuela de Toronto (Canadá) de que los enormes moratones de mis piernas los había causado mi madre al azotarme con el cable de la plancha. El profesor se negaba a creerme. Mis padres trabajaban en el Foreign Office, por lo que la idea de la violencia doméstica era impensable. Sin embargo, mis dos padres eran violentos, y ambos tenían antecedentes familiares de violencia y trastornos. El comportamiento excéntrico y disfuncional de mi padre era conocido entre las personas que trabajaban con él. Perdía con facilidad los estribos y se enfurecía e insultaba a la gente. Al igual que muchos niños de hogares violentos, no teníamos amigos. Sin embargo,  mi madre gozaba de gran estima, ya que se comportaba como un ángel en la calle y como el mismo demonio apenas traspasaba el umbral de su casa. Pero no había testigos de su comportamiento violento. 
En aquellos primeros tiempos no había albergues en Irlanda, por lo que muchas de las mujeres que huían de la violencia en Dublín acudieron al albergue de Chiswick. Nuala menciona en su artículo mi película 'GRITAD SIN HACER RUIDO, O LOS VECINOS LO OIRÁN'.  Cuando la película se exhibió, la historia narrada en ella por una sollozante mujer irlandesa conmovió a la audiencia del país. Esa mujer había huido de su casa en Irlanda temiendo por su vida y dejando tras ella tres niños. Era una auténtica víctima de la violencia de su marido. Necesitaba un albergue, un buen abogado que lograse que sus hijos se reuniesen con ella y un lugar seguro para vivir lejos de su marido psicópata. 
Rose también llegó de Irlanda con siete niños y, al igual que ellos, había sido golpeada salvajemente. Su violento marido, que era un conocido delincuente, había abusado también sexualmente de los niños. Pronto se puso de manifiesto que Rose también maltrataba a sus hijos y seguía ejerciendo su oficio de prostituta en las calles de Chiswick. Rose no sólo era víctima de la violencia de su marido, sino también víctima de la violencia y los abusos sexuales sufridos en su propia infancia.  Sin nuestra ayuda y nuestro asesoramiento constante, las perspectivas de sacar a Rose y a sus hijos de ese círculo de interminable violencia no parecían muy halagüeñas. 
Los hijos varones de Rose seguían el ejemplo de su padre. Montaban en cólera cuando se sentían frustrados y se pegaban entre ellos o sacudían a otros. Ambos padres imponían su autoridad a patadas y puñetazos y los chicos habían aprendido esas primeras lecciones demasiado bien. Las niñas volvían contra sí mismas su rabia y su cólera, se automutilaban y provocaban peleas entre los demás niños. Las tiendas locales pronto se quejaron de que las niñas robaban y merodeaban alrededor de los lavabos de caballeros pidiendo dinero a cambio de mostrar sus incipientes pechos. Nunca pude entender cómo los llamados 'expertos' imaginan que sólo los niños se contagian de la violencia familiar y que las niñas gozan de algún tipo de inmunidad. Rose y sus hijos necesitaban nuestra ayuda y, de hecho, vivieron a nuestro cargo durante varios años. Rose, al igual que mi madre, era una mujer proclive a la violencia y no sólo necesitaba un albergue, sino también una terapia. 
A finales de 1974 ya me había dado cuenta de que no se podía prestar apoyo general al movimiento feminista inglés por su radical odio a la vida familiar y a los hombres. Sabía que buscaban una causa legítima para justificar su odio a los varones y obtener ayuda económica. Pronto inventaron lemas tales como 'todas las mujeres son víctimas inocentes de la violencia de los hombres' y difundieron cifras falsas para dar legitimidad a su intento, coronado por el éxito, de adueñarse del movimiento contra la violencia doméstica. 
Sólo ahora, 30 años más tarde, empezamos a descorrer las cortinas políticas que impedían ver la causa de la violencia existente en la intimidad del hogar. Con frecuencia, los hombres son los peores enemigos de sí mismos cuando se trata de identificar el comportamiento violento de las mujeres. La mayoría de ellos son renuentes a reconocer la violencia de su pareja, y tratan de excusar el comportamiento violento de la mujer atribuyéndolo a un estado de nerviosismo o a la tensión premenstrual.  Además, los hombres saben que admitir que las mujeres los maltratan da pie al ridículo y a la incredulidad. Mi padre, con una estatura de 1’85 m, vivía atemorizado ante mi madre. Ella era una mujer menuda, de 1’44 m, pero sus accesos de cólera eran aterradores. Cualquier intento de investigar el comportamiento violento de las mujeres trae consigo amenazas de violencia. Susan Steinmetz, que escribió el primer libro sobre mujeres maltratadas, recibió amenazas de muerte, no sólo dirigidas a ella, sino también a sus hijos. Yo también fui perseguida y, finalmente, opté por el exilio político. Por entonces, la violencia doméstica era ya una industria de un millón de dólares y la negativa a tener en cuenta los problemas de los hombres obedecía en parte al deseo de no compartir ese filón. Durante mi estancia en los Estados Unidos atendí casos de pedofilia en los que eran tantas las mujeres como los hombres que habían abusado de niños. Ahora sabemos que las relaciones entre mujeres son las más violentas de todas, lo que quita todo sentido al lema 'todos los hombres son maltratadores'. Todavía en la última conferencia de AMEN, celebrada en Dublín con asistentes de ambos sexos, fuí acusada de 'echar la culpa a la víctima' cuando hablé acerca del comportamiento violento de las mujeres. ¿Por qué debe haber conferencias, programas de televisión y periódicos dedicados a examinar la violencia de los hombres y una censura estricta de esas fuentes de información cuando se refieren a la violencia de las mujeres? 
Cuando abrí el primer albergue que existió en el mundo para víctimas de la violencia, creía que los hombres y las mujeres trabajarían juntos en el intento de erradicar la violencia en la familia. Entonces creía, al igual que ahora, que la violencia es un modelo de comportamiento aprendido en los años de la infancia. En mi trabajo, enseño que todos nosotros interiorizamos la personalidad de nuestros padres, y que el bien que ellos siembran al comienzo de nuestras vidas nos ayuda a ser personas afectuosas y generosas. Si lo que interiorizamos es la violencia de nuestros padres y carecemos de ayuda para extirpar lo que hemos asimilado, es probable que acabemos repitiendo sus trágicas tendencias. Creo que, sólo con que Women’s Aid de Dublin uniese sus fuerzas con AMEN, el más importante grupo del mundo de ayuda a los hombres maltratados, podrían lograrse grandes avances. La violencia es parte de la condición humana, y siempre necesitaremos albergues para las víctimas que huyen de ella.  Si los dos brazos de las soluciones a la violencia familiar pudiesen unir sus fuerzas, el mensaje resultante sería muy positivo para otros albergues en todo el mundo. El mensaje sería que, en este nuevo milenio, los hombres y las mujeres pueden deponer sus armas y forjar con ellas rejas para arar y plantar la herencia de las generaciones futuras. Esas generaciones serán nuestro legado a un mundo en paz. 
© Erin Pizzey

(Artículo publicado por primera vez en Irish Times, el 9 de junio de 2000. Traducido por Javier Álvarez para el sitio web Adios Papá y publicado con permiso de la autora.)

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